Los hechos enjuiciados suceden en la ciudad de Palencia en donde se aplica el Decreto 3/1995 de Castilla y León, de 12 de enero, por lo que se establecen las condiciones a cumplir por los niveles sonoros o de vibraciones producidos en actividades clasificadas. Este Decreto ha sido desarrollado por las ordenanzas municipales, como sucede con la Ordenanza Municipal para la Protección del Medio Ambiente contra las Emisiones de Ruidos y Vibraciones del Ayuntamiento de Palencia, de 19 de septiembre de 1996, publicada en el Boletín Oficial de la Provincia el 23 de octubre de 1996, fijándose los mismos límites de inmisión de ruidos. Queda, pues, perfectamente recogido en los hechos que se declaran probados que se ha infringido, en reiteradas ocasiones, el Decreto 3/1995 de Castilla y León, de 12 de enero, así como la Ordenanza Municipal antes mencionada, al superarse con mucho los límites autorizados, en cuanto se dispone en dicho Decreto que los ruidos transmitidos al interior de las instalaciones, equipamientos y viviendas, con excepción de los originados por el tráfico, no podrán superar los niveles que se indican en el Anexo II, y en ese Anexo, en lo que se refiere a zona residencial, se fijan de día en 35 el nivel máximo de dB (A) y de noche en 30 cuando se refiere a piezas habitables como dormitorios. Igualmente se recoge en el relato fáctico de la Sentencia recurrida que el limitador de la distribución musical precintado por el Ayuntamiento había sido manipulado. En este caso, queda, en consecuencia, cumplido el elemento normativo del delito contra el medio ambiente en la modalidad de contaminación acústica. No basta la transgresión de una disposición administrativa general protectora del medio ambiente para que pueda actuar el Derecho penal, se requiere algo más. Para determinar en qué casos habrá de acudirse al Derecho penal y qué conductas serán merecedoras de una mera sanción administrativa, ha de partirse del principio de intervención mínima que debe informar el Derecho penal en un moderno Estado de Derecho. Sólo ante los ataques más intolerables será legítimo el recurso al Derecho penal. El examen del artículo 325 del Código Penal revela que es la gravedad del riesgo producido la nota clave que permitirá establecer la frontera entre el ilícito meramente administrativo y el ilícito penal, ya que el mencionado precepto exige que las conductas tipificadas “puedan perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas naturales”. Y “si el riego de grave perjuicio fuese para la salud de las personas, la pena de prisión se impondrá en su mitad superior”. La sanción penal debe reservarse, por consiguiente, para aquellas conductas que pongan el bien jurídico protegido (el medio ambiente) en una situación de peligro grave, correspondiendo la protección ordinaria, tanto preventiva como sancionadora, a la actuación y regulación administrativa. La técnica más adecuada de protección del medio ambiente frente a las transgresiones más graves, que puedan constituir infracciones penales, es la de los delitos de peligro, pues la propia naturaleza del bien jurídico “medio ambiente” y la importancia de su protección exige adelantarla antes de que se ocasione la lesión. Y eso es lo que se infiere del tipo básico descrito en el artículo 325 del Código Penal, en cuanto tras describir las manifestaciones de la conducta delictiva, se añade que “puedan perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas naturales”, por lo que es obvio que el tipo no requiere la producción del perjuicio, sino que basta con la capacidad de producirlo. Se ha suscitado discusión doctrinal sobre si se trata de un delito de peligro abstracto o de mera actividad, o bien se exige un peligro concreto para las personas o la naturaleza. La Sentencia de esta Sala 1725/2002, de 23 de octubre, nos recuerda que en cuanto el artículo 45 de la Constitución dispone que todos tienen derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo, que los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva, y que para quienes violen lo dispuesto en el apartado anterior, en los términos que la ley fije, se establecerán sanciones penales o, en su caso, administrativas, así como la obligación de reparar el daño causado, parece que la figura delictiva debe orientar su protección y fijar su atención prioritaria en la salud de las personas, aunque nadie discute que la protección alcanza, de manera directa o indirecta, a la fauna, la flora y los espacios naturales. En orden a la naturaleza del peligro en esta figura delictiva, la jurisprudencia de esta Sala se inclina por considerarla de peligro abstracto. De ello es exponente la Sentencia 1828/2002, de 25 de octubre, en la que se declara que en el art. 325 CP incorpora el legislador un planteamiento político-criminal diverso del contenido en la anterior regulación, pues opta por configurar el delito como una infracción de peligro abstracto: así, mientras que en el art. 347 bis eran castigados los actos de vertido “que pongan en peligro grave la salud de las personas, o puedan perjudicar gravemente las condiciones de la vida animal, bosques, espacios naturales o plantaciones útiles”, la actual regulación renuncia a incorporar referencia alguna a la producción de un peligro concreto y extiende la punición a todas las actividades de vertido, emisión, etc., “que puedan perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas naturales”, previendo una agravación de la pena para aquellos supuestos en los que “el riesgo de grave perjuicio fuese para la salud de las personas”. La Ley establece una clara distinción entre aquellos supuestos en los que se estima imprescindible para la ilicitud que el desarrollo de la conducta peligrosa vaya acompañada de la creación de un peligro concreto para el bien jurídico protegido, y aquellos otros en los que basta para la comisión del delito con la realización de la acción peligrosa, y que no requieren la producción de un resultado concreto. En los primeros define con claridad el supuesto de peligro que debe ser creado por la acción (por ejemplo, en el art. 362 CP), mientras que en los segundos se limita a caracterizar el comportamiento potencialmente peligroso, “que puedan perjudicar gravemente” art. 325 CP) o “que genere riesgo” (art. 362.2 CP; cfrs. SSTS de 31 de mayo de 2001, 15 de diciembre de 2000 y 4 de octubre de 1999). Y como ya se ha indicado, al argumento literal debe añadirse el teleológico: la interpretación acogida redunda indudablemente en una mayor eficacia en la protección del medio ambiente, especialmente en los supuestos de contaminación más graves, en los que resulta difícil, si no imposible, identificar con la certeza que requiere el proceso penal el origen de la contaminación cuando se trata de zonas sometidas a una intensa agresión, pues los delitos de peligro abstracto no exigen para su consumación la producción de un verdadero resultado de peligro como elemento del tipo objetivo, sino únicamente la comprobación del carácter peligroso de la acción. En cualquier caso, no debe perderse de vista que si bien la configuración del delito contra el medio ambiente del art. 325 CP permite eludir, en cierta manera, los problemas de causalidad, sí que resultará imprescindible la rigurosa comprobación de que la conducta desarrollada ha resultado adecuada e idónea para poner en peligro el equilibrio de los sistemas naturales (cfr. STS de 3 de abril de 1995). La jurisprudencia posterior a la entrada en vigor del Código Penal de 1995 ha venido aplicando al nuevo art. 325 los mismos criterios interpretativos que se habían consolidado con relación al art. 347 bis CP 1973, es decir, interpretándolo como una modalidad de delito de peligro concreto. Pero no debe perderse de vista que se ha tratado de pronunciamientos referentes a supuestos en los que, bien como ocurre en el presente, la creación de un peligro concreto para el medio ambiente era evidente (SSTS de 17 de septiembre de 2001 y 13 de marzo de 2000); bien se excluía la del propio carácter peligroso de la acción (SSTS de 23 de noviembre de 2001 y 16 de diciembre de 1998) o que la misma entrañara una infracción de las disposiciones legales y reglamentarias protectoras del medio ambiente (STS de 27 de abril de 2001); o bien se enjuiciaban conductas desarrolladas durante la vigencia del Código Penal anterior (SSTS de 19 de mayo de 1999, 16 de diciembre de 1998 y 1 de febrero de 1997). Añade que una clara evolución en la jurisprudencia hacia una interpretación del art. 325 CP próxima a la contenida en la presente Sentencia aparece ya en las Sentencias del Tribunal Supremo de 12 de diciembre de 2000 y 9 de octubre de 2000. Lo que sucede en algunos casos, como se expresa en la Sentencia que acabamos de mencionar, y asimismo ocurre en el supuesto que es objeto del presente recurso, es que, además, la creación de un peligro concreto para los bienes jurídicos protegidos se presenta como evidente y perfectamente definida. Y lo que acabamos de expresar nos adentra en el examen del bien jurídico objeto de protección en esta modalidad de delito contra el medio ambiente. Antes hemos hecho mención a la pauta que marca el artículo 45 de la Constitución al hacer referencia al desarrollo de la persona y al fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, y de ello parece que la figura delictiva debe orientar su protección y fijar su atención prioritaria en la salud de las personas aunque nadie discute que la protección alcanza, de manera directa o indirecta, a la fauna, la flora y los espacios naturales. En concreto, en lo que se refiere a la contaminación acústica, la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso López Ostra), de 9 de diciembre de 1994, en la que conoció de una demanda contra el Estado español por molestias causadas por una estación depuradora de aguas y residuos sólidos próxima a la vivienda de la demandante, reconoce que los olores, ruidos y humos contaminantes provocados por dicha estación depuradora vulneraban su derecho al disfrute de su domicilio y al respeto de su vida privada y familiar garantizados por el art. 8 del Tratado de Roma, de 4 de noviembre de 1950, declarando su derecho a ser reembolsada de los perjuicios morales y materiales sufridos. El Tribunal Constitucional también ha examinado la afectación de derechos constitucionales a consecuencia de la contaminación acústica. Así, en la Sentencia 119/2001, de 24 de mayo, en la que se conoció de demanda interpuesta por quien se sentía perjudicada por las actividades desarrolladas en una discoteca sita en los bajos de la finca en la que residía, se declara que el derecho fundamental a la integridad física y moral, el derecho a la intimidad personal y familiar y el derecho a la inviolabilidad del domicilio han adquirido también una dimensión positiva en relación con el libre desarrollo de la personalidad, orientada a la plena efectividad de estos derechos fundamentales. En efecto, habida cuenta de que nuestro texto constitucional no consagra derechos meramente teóricos o ilusorios, sino reales y efectivos (STC 12/1994, de 17 de enero), se hace imprescindible asegurar su protección no sólo frente a las injerencias ya mencionadas, sino también frente a los riesgos que puedan surgir en una sociedad tecnológicamente avanzada. A esta nueva realidad ha sido sensible la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, como se refleja en las Sentencias de 21 de febrero de 1990, caso Powell y Rayner contra Reino Unido; de 9 de diciembre de 1994, caso López Ostra contra Reino de España, y de 19 de febrero de 1998, caso Guerra y otros contra Italia. En efecto, el ruido puede llegar a representar un factor psicopatógeno destacado en el seno de nuestra sociedad y una fuente permanente de perturbación de la calidad de vida de los ciudadanos. Así lo acreditan, en particular, las directrices marcadas por la Organización Mundial de la Salud sobre el ruido ambiental, cuyo valor como referencia científica no es preciso resaltar. En ellas se ponen de manifiesto las consecuencias que la exposición prolongada a un nivel elevado de ruidos tienen sobre la salud de las personas (v. gr. deficiencias auditivas, apariciones de dificultades de comprensión oral, perturbación del sueño, neurosis, hipertensión e isquemia), así como sobre su conducta social (en particular, reducción de los comportamientos solidarios e incremento de las tendencias agresivas). Añade que en dichas resoluciones se advierte que, en determinados casos de especial gravedad, ciertos daños ambientales, aun cuando no pongan en peligro la salud de las personas, pueden atentar contra su derecho al respeto de su vida privada y familiar, privándola del disfrute de su domicilio, en los términos del art. 8.1 del Convenio de Roma (SSTEDH de 9 de diciembre de 1994, y de 19 de febrero de 1998). Habremos de convenir en que, cuando la exposición continuada a unos niveles intensos de ruido ponga en grave peligro la salud de las personas, esta situación podrá implicar una vulneración del derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE). Respecto a los derechos del art. 18 CE, ese ámbito de la vida de las personas ha de hacerse en función del libre desarrollo de la personalidad. De acuerdo con este criterio, hemos de convenir en que uno de dichos ámbitos es el domiciliario, por ser aquél en el que los individuos, libres de toda sujeción a los usos y convenciones sociales, ejercen su libertad más íntima (SSTC 22/1984, de 17 de febrero, 137/1985, de 17 de octubre, y 94/1999, de 31 de mayo). Teniendo esto presente, podemos concluir que una exposición prolongada a unos determinados niveles de ruido, que puedan objetivamente calificarse como evitables e insoportables, ha de merecer la protección dispensada al derecho fundamental a la intimidad personal y familiar, en el ámbito domiciliario, en la medida en que impidan o dificulten gravemente el libre desarrollo de la personalidad. La Sentencia de la Sala Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, de 15 de marzo de 2002, comentando la Sentencia del Tribunal Constitucional que acabamos de mencionar, pone de relieve la trascendencia del bien jurídico protegido. Y ciertamente es así, en cuanto nada menos que están en juego los derechos de protección de la salud; a la intimidad personal y familiar en el ámbito domiciliario; al bienestar y la calidad de vida de los ciudadanos, así como el equilibrio de los sistemas naturales. Y en éste como en los demás casos de los que conocen los tribunales de lo penal, se requiere, además, que esa puesta en peligro de estos bienes constitucionalmente protegidos lo sea con entidad y gravedad suficiente para que se justifique la intervención del Derecho penal. Respecto al requisito de la gravedad, se pronuncia la Sentencia de esta Sala 96/2002, de 30 de enero de 2002, en la que se declara que la exigencia de que el peligro sea grave atribuye a los tribunales una labor de concreción típica, que un sector doctrinal considera que es función propia del legislador. Semánticamente grave es lo que produce o puede producir importantes consecuencias nocivas, lo que implica un juicio de valor (STS 105/99, 27 de enero). Para encontrar el tipo medio de gravedad a que se refiere el art. 325 del CP –y antes el 347 bis- habrá que acudir, como dijo la citada Sentencia 105/99, de 27 de enero, a la medida en que son puestos en peligro, tanto el factor antropocéntrico, es decir, la salud de las personas, incluida la calidad de vida por exigencia constitucional, como a las condiciones naturales del ecosistema (suelo, aire, agua) que influyen, por tanto, en la gea, la fauna y la flora puestas en peligro. Cuando se trata de contaminaciones acústicas, tanto el Tribunal de Derechos Humanos como la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ponen de manifiesto las graves consecuencias que la exposición prolongada a un nivel elevado de ruidos tiene sobre la salud de las personas, integridad física y moral, su conducta social y en determinados casos de especial gravedad, aun cuando no pongan en peligro la salud de las personas, pueden atentar contra su derecho a la intimidad personal y familiar, en el ámbito domiciliario, en la medida en que impidan o dificulten gravemente el libre desarrollo de la personalidad, resaltando que constituyen supuestos de especial gravedad cuando se trata de exposición continuada a unos niveles intensos de ruido. Aplicación al supuesto que se somete al presente recurso de la doctrina expuesta sobre el requisito del grave perjuicioEn el caso que examinamos, vistos los hechos que se declaran probados, como bien se razona por el tribunal de instancia, los vecinos del inmueble afectados por el ruido procedente de la sala de fiestas han padecido, de forma reiterada y continuada durante fines de semana, puentes y vísperas de fiestas, en un periodo aproximado de nueve meses, no sólo de una contaminación acústica que hay que calificar de grave y potencialmente peligrosa, sino que en este caso, además, esa gravedad se ha concretado en serio peligro para la integridad física y psíquica, y la intimidad personal y familiar, y es más, la afectación de los bienes jurídicos protegidos, antes mencionados, ha alcanzado tal intensidad por la conducta del acusado, como responsable de la sala de fiestas, que ha determinado en niños de pocos años problemas y alteraciones de sueño, irritabilidad, cambios de carácter, necesitando algunos de ellos tratamiento hipnótico; igualmente otros vecinos mayores de edad han precisado de tratamiento médico por cefaleas, irritabilidad, nerviosismo, alteración del sistema del sueño, insomnios y disminución de atención y rendimiento, e incluso ha llegado a incrementar el número de brotes en un vecino que padece de esclerosis en placas, brotes que disminuyeron cuando se trasladó de domicilio, traslado que igualmente tuvieron que realizar otros vecinos. Por todo lo que se deja mencionado, el recurrente ha creado una situación de grave peligro para la integridad física, psíquica, intimidad personal y familiar, bienestar y calidad de vida de los vecinos del inmueble que pudieran resultar afectados por las inmisiones de ruido procedentes de la salas de fiesta de la que era responsable, habiéndose concretado en riesgo de grave perjuicio para la salud de esas personas. Se ha superado, pues, el umbral que separa el ilícito meramente administrativo del ilícito penal.
El tipo subjetivoComo señala la Sentencia de esta Sala 822/1999, de 19 de mayo, el tipo subjetivo se integra por el conocimiento del grave riesgo originado por su conducta, activa u omisiva, en una gama que va desde la pura intencionalidad de causar el efecto al dolo eventual, según el nivel de representación de la alta probabilidad de que se produjera esa grave situación de peligro, máxime en casos como el presente en los que fluye, por lo reiterado y contumaz, una decidida voluntad de no desistir de la situación de grave peligro creada.
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